Artículo de Pedro Atienza
Ceo Cofundador de Alicante Empresarial y Vibra Alto, Escuela para el Desarrollo y el Crecimiento Personal
Aquel viernes trece, caminaba a paso ligero hacia casa de una muy querida amiga donde nos íbamos a encontrar un grupo de apreciados colegas del mundo de la Formación. Había proyectos comunes e ideas ilusionantes a compartir, lo cual me hacía acelerar el paso por esas ganas de incorporarme a los presumiblemente interesantes debates que iban a surgir aquella noche.
Pero muy lejos de lo esperado, y dados los acontecimientos, el tema a tratar iba a transcurrir por un camino muy distinto al deseado; y quién nos hubiera dicho unos minutos antes que nuestras vidas, las de todos, iban a cambiar tan drásticamente y, quién sabe, tal vez, para siempre.
Admito que entonces poco sabía sobre el asunto de “eso” que venía de China y que parecía ser ya cosa seria. Admito que no esperaba escuchar el dramatismo que oí en aquella conversación. Y admito mi sorpresa cuando en medio de la charla, me saltó un aviso en el móvil con la esperada última hora de que nuestro gobierno había decretado un Estado de Alarma por el que se nos encerraba en nuestras casas hasta nuevo aviso y nuestra vida quedaba legalmente confinada.
En un principio, posible e inconscientemente para aliviar el miedo en el que nos íbamos sumiendo, tras el hecho, que siempre es neutro, vimos la gran oportunidad de mejorar el mundo; ese del que él mismo, el mundo, se tenía que ocupar pues nosotros como que lo teníamos en olvido. Ríos y mares se regeneraban, los cielos se volvían limpios, los campos se tornaban más sanos, nueva vida se reproducía por doquier, y nosotros aplaudíamos a las ocho en punto desde el balcón a ritmo de “resistiré”. Y como colofón, pensamos en la oportunidad que nos daba la soledad para conectar con nuestro “verdadero ser interior”. Esta parecía ser la recompensa a lo padecido, aunque pronto, tristemente, este castillo de ilusiones ficticias se desmoronó.
Y nuestras emociones fueron agitadas a la manera de un surrealista y desconcertante cóctel, de la misma forma que nuestro pensar, en muchos casos, lo volvimos del revés quedando atrapados en la fragilidad de nuestros sentimientos. Y comenzamos a perder.
Perdimos las tertulias, los abrazos, las sonrisas, la socialización entre quienes no sabemos vivir sin esta porque somos, simplemente, seres sociales. Perdimos la hora del café, porque no había café donde realizar nuestro descanso laboral, porque también perdimos el trabajo que nos incitaba a ese descanso. Y perdimos la solidaridad a modo de aplauso para dar paso a esa policía voluntaria, apostada tras las ventanas en pro de la seguridad sanitaria. Todo valía si de lo que se trataba era de vencer a aquello que acababa con nuestra cotidianidad de vida para conseguir esa ansiada “nueva normalidad.
Todo ello tras el disfraz de la responsabilidad y del “sí se puede”, aunque lo cierto es que seguimos sin saber cómo. Y cada cosa estará bien porque cada cual la hace porque así lo cree.
Y entre el desconcierto y la impotencia, sí conocimos datos que nos muestran el disparatado aumento del consumo de ansiolíticos, antidepresivos y analgésicos entre la población. Datos que, entre otras cosas, nos muestran las realidades que existen tras las historias que nos creamos y nos contamos con tanto detalle que acabamos comprándolas, buscando el efecto placebo del creer la interpretación que más nos convenga.
Y los días, las semanas, los meses fueron transcurriendo. Y aún nadie vislumbra con suficiente certeza el final de este surrealista cuento, pero sí intuimos el camino por donde nos conduce.
Y mi intuición, que no deja de ser la mía, me dice que, desde la aceptación de un hecho que se escapa a nuestro proceder, todo pasa, entre otras cosas, tras la aceptación, por cuidarnos entre las personas, los unos a los otros. Personas con personas.
"Es gestión emocional, simple y sencilla".
El trabajo ―que al fin es de lo que se trata aquí y ahora― ha sido percibido de manera muy diferente según la época de existencia humana de la misma forma que ha sido interpretado de diferente modo acerca tanto de su sentido como de su valor, y en un momento histórico en el que cada vez parecen tomar más auge las teorías de «el fin del trabajo», nos percatamos que la centralidad del mismo en el ser humano sigue teniendo una magnitud elevada ―tal vez no la misma que hace unos años, tal vez de manera diferente, pero sí seguro de gran transcendencia en cuanto a la realización vital de la persona―.
La inteligencia artificial podrá reducir el número de personas activas laboralmente, podrá cambiar el perfil de las mismas y las capacidades y actitudes para los puestos de trabajo que se mantengan, pero, al menos por el momento, detrás de esta habrá personas.
Esto me lleva a ratificarme en que la empresa, en cuanto que, por encima de la más avanzada tecnología, está sustentada en seres humanos, hoy por hoy y más que nunca, debería conformarse desde un casi sagrado halo de humanidad.
Así mismo, sería menester que la persona, desde esa centralidad que el trabajo le presupone y a sabiendas de que es en el trabajo donde se marcan sendas de gran calado por donde caminar hacia la realización de una vida en plenitud, debería aprender ―bien guiada, con la motivación adecuada y el trato debido― converger con la empresa de modo que visión, misión, meta, objetivo… sean conceptos comunes y compartidos más allá de una cuenta de pérdidas y ganancias, o de un reloj donde fichar llegado el momento.
No hemos conseguido gran cosa desde aquel fatídico viernes trece donde nuestra vida se confinó. No hemos estado a la altura ―y las grandes farmacéuticas nos lo muestran día a día―, pero sea como fuere, ahora, eso sí lo tengo claro, es momento de mirar hacia adelante y con amplitud.
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